Alma de campesino, minería en decadencia y tradicionalismo

Por: Andrés Felipe Taborda Arboleda

Entre el silencio de las calles en un amanecer pueblerino, los recuerdos de ancianos de poncho y sombrero y las desilusiones de algunos habitantes dementes por la desigualdad social, vive Titiribí, municipio ubicado en el suroeste antioqueño.


Sus calles estrechas y puertas coloridas acompañadas por flores de colores contrastan con las caras tiznadas de mineros sudorosos y cansados del trajín en noches de socavones desoladores y calurosos. Ocho son las minas ubicadas en las veredas del lugar. En este espacio es posible reconocer la particularidad de pobladores, aquellos que llevan largo tiempo viviendo en el municipio y no piensan emigrar, porque no les gusta la ciudad.

El parque de todos los deseos

Hay que conocer su gente para entender lo que se encuentra en Titiribí. A pesar de las diferencias, existe una especie de hermandad, algo que los une y los hace volver al pueblo donde han pasado tantas aventuras y tranquilidades. Es buena idea sentarse en los dos negocios más reconocidos del Parque Principal: ‘El Ceyfer’ y el ‘Dúmbar’, tan diferentes en esencia, pero similares en su estructura: sombrillas coloridas que son puestas en el atrio parroquial. Ofrecen el mejor panorama para aquellos que “se quieren coger el chisme” o divisar lo que sucede en la plaza; son referentes representativos del encuentro pueblerino.

Amigos y allegados conversan y se ríen de Carlos Alberto Zapata, alias “Carepo”, quien comienza con su camisa destapada de cuadros y zurriago en mano a gritar y a correr por la Carrera Santander, “pueblo hijueputa, alcalde hijueputa”; repite sin balbucear, mientras da saltos y se ríe de manera cortada.

De un momento a otro se escucha un retumbar, una bulla que estremece cada sentido; alzan vuelo las palomas alimentadas con bolsas de maíz en manos de niños de pómulos colorados. Poco a poco entra la Banda Marcial al parque. Interpreta canciones populares que ponen a los espectadores a comprender el sentido musical de cada obra, mientras otros se dedican a observar la belleza de algunas de sus integrantes, o simplemente a criticar cada movimiento en falso realizado en el ensayo.

En la Calle del Comercio, se abren las ventanas de par en par. Empiezan a salir vecinas en toalla y llenas de ojeras por el bullicio que causan los bares en la noche. “¡Buenos días!”, “Don Ramiro ¿cómo le va?”, “Jéssica… ¿cómo vamos?”, sin duda alguna todo el mundo conoce al otro, y si no es así, pronto lo conocerá.

Los chiveros coloridos, con el guardabarros repleto de mugre traen campesinos a mercar. En el parque se empiezan a observar pieles morenas de hombres de bigote varonil y mujeres de sonrisa coqueta; visten blusas ceñidas y sandalias con brillos multicolor. El aroma a café se mezcla con los olores a plátano maduro. Se abre el sector de las verduras al costado de la plaza, y las moscas, como invasoras empiezan a incomodar a vendedores que con trapos sucios intentan ahuyentarlas.

Pronto llegan los niños y los jóvenes a cumplir mandados. Pegados a su celular y con pereza de llevar el pedido realizado por sus madres. A pesar de todo, consiguen lo mejor que pueden y salen rápido para sus casas porque aun andan sin bañarse, y la verdad es que “al parque no se sale desarreglado” dice María Clara Taborda, habitante de Titiribí que a sus 19 años estudia en Medellín, pero no puede perder la visita a su pueblo cada fin de semana.

Religiosidad y paganismo

Al medio día empiezan a sonar las campanas de la iglesia, edificio más grande del lugar, pues en tiempos de la colonia las construcciones religiosas sobresalían por encima de las demás edificaciones existentes y tenían que mostrar la grandeza de Dios.

Pobladores de todas las clases sociales empiezan a entrar; adinerados con sus familias muy bien vestidas; campesinos con trajes ordinarios y fragancias de mala calidad; mendigos con varios días sin bañarse y hasta el alcalde del municipio criticado por tantos que dicen “no hace nada”. De este modo, el Parque Principal queda vacío y los comerciantes aguardan impacientemente toda la homilía del sacerdote para seguir vendiendo sus productos.

Se limpia el alma por un instante, pero se degenera cuando los habitantes del pueblo encuentran abiertas las discotecas y bares, en donde es fácil dejarse envolver por la música tropical, vallenatos, parrandera o guascas de moda. Cada lugar colorido o con cuadro de mariachis; fotos del municipio o sencillamente reliquias antiguas, es la perdición para muchos, pues junto a la compañía de mujeres desinhibidas de los prejuicios sociales y copas de aguardiente se gozan las diversas noches de pasión por fuera del hogar y la familia.

La gente de las veredas empieza a partir con sus mercados en los capacetes del transporte público. Se despiden de los compadres del pueblo en algarabías, para luego llegar a la tranquilidad de sus viviendas. Allá sólo se escucha el zumbido de los grillos que invaden la noche.

En contraste, el anochecer en el pueblo se enciende con los letreros coloridos de los negocios, algunos tienen extranjerismos como indicación: “open”; otros son más tradicionales y jocosos con frases que dicen “aquí se fía a personas mayores de 80 años, que vengan con sus bisabuelos vivos”. Hay un conglomerado de personas que camina buscando comida chatarra y un olor a papas recalentadas se esparce por el sector de los alimentos.

Así, continúa la noche en el poblado; licor, gente que suda bailando; a otros los sorprende la madrugada conversando acerca de las desgracias de los demás y unos cuantos en los balcones de sus casas divisan las luces del horizonte.

Mucho más tarde, en el pueblo solo se escuchan los quejidos de algunos borrachos en las esquinas oscuras y abandonadas ya por la gran mayoría de los habitantes. En los hogares, niños, jóvenes y adultos bajo los más recónditos sueños que contienen anhelos de ser personas exitosas se escucha a Jaime Llano González, pues siendo un gran representante oriundo del poblado, dejó un legado histórico y musical para el país, donde se permearon sus piezas de ese aire titiribiseño; los sueños se arrullan bajo el sonido de magnas obras y el tarareo de la música hecha por este personaje al himno del municipio. El 6 de noviembre de 2017 murió Llano González, recordado en los medios solo por la obtención de una primicia. Por lo tanto, corresponde entonces a los habitantes de su tierra brindar el homenaje constante a este gran compositor. En su nombre reviviría Titiribí, y en su memoria, este escrito.

La hojarasca de la minería

Ancianos aún rememoran con nostalgia las narraciones de sus padres sobre la mina de “El Zancudo”, que floreció poco a poco y su nombre sería reconocido por sus habitantes, desde finales del Siglo XVlll hasta los primeros años del XlX. Juan José Hoyos en su investigación de “El Crimen de Aguacatal” expresó que Titiribí tenía “las minas más ricas de América Latina”. Sin embargo, luego de vislumbrar en sus mentes la atmósfera de riqueza que no pudieron palpar en sus manos, sólo deciden cerrar sus ojos y soñar con el día en el que un descendiente del Mariscal Jorge Robledo se proponga conquistar el oro del lugar, como lo hizo alguna vez en Titiribí hace muchos años.

Alma de campesino, minería en decadencia y tradicionalismo es lo que se vive en esta pequeña “Cuna de la Cultura” en el Suroeste antioqueño, que pasó de ser uno de los poblados más ricos de Colombia en el Siglo XlX, a un Titiribí donde solo se continúa representando lo que en las urbes se escucha de muchos lugares de Antioquia, ¡hay montañeros berracos que buscan vivir con tranquilidad a pesar del desempleo!

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