Por: María Isabel Moreno Muñoz
La entrada principal es muy colorida. Para salir, la carrera Carabobo; para ingresar, Bolívar. El autobús avanza por Bolívar, se abre paso entre los tacos y la gente para subir por una de las pequeñas colinas que conforman la zona Nororiental de Medellín.
Entra en una bruma de colores: azul, verde, amarillo, rojo: es una galería callejera. Parece la anticipación a un museo, o el museo en sí mismo. Son casas grandes: tres, cuatro pisos, un balcón ancho para cada uno.
Las casas viejas y también modernas impactan con sus llamativos dibujos. Suben guayacanes amarillos en los balcones de cada piso. Una mujer con su hijo en brazos representa la huida del campo por una vida mejor en la urbe. Son 15 obras las que componen un pasaje cultural antes de llegar a la Casa Museo Maestro Pedro Nel Gómez.
En la zona Nororiental de la ciudad se ubica el barrio Aranjuez. Un terreno de 487.72 hectáreas con 170.334 habitantes. Su conformación inicial se dio a mediados de 1910; Aranjuez y Berlín eran unas fincas de ganado inmensas, que luego fueron vendidas para la construcción de dos barrios con los mismos nombres.
La mayoría de su población la conformó desplazados de las zonas rurales que vinieron a buscar en la ciudad las oportunidades que el campo –o el Estado- les había negado. Luego de la Guerra de los Mil Días, llegaron a trabajar a Medellín como mano de obra no calificada mientras vivían en la periferia de la ciudad.
Pedro Nel Gómez decidió construir su casa allí, al inicio de la colina, porque quería que las corrientes de aire del valle permearan su casa. Además, podía obtener una bonita vista de esa Medellín de los años 70; mientras su esposa italiana, Giuliana Scalaberni, al mirar el horizonte, recordaba las colinas de Florencia (Italia), lugar de donde provenía.
También el manicomio departamental, cuando en sus inicios se encontraba en lo que es hoy el palacio de Bellas Artes, fue trasladado hacia esa montañita en las afueras de la ciudad. Así los internos podrían respirar un aire más tranquilo, puro y no mezclarse con los citadinos. Por alguna razón, Epifanio Mejía escribió “¡Oh libertad que perfumas las montañas de mi tierra, deja que aspiren mis hijos tus olorosas esencias!”.
Aranjuez fue, durante cierto tiempo, el lugar de escape hacia la tranquilidad, el campo, el pueblo, la zona rural con grandes extensiones de tierra, con buenas fincas y ganado.
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Diferentes impresiones surgen al entrar al barrio. Lo moderno intenta acaparar cada rincón, no dejando lugar a antiguas imágenes, a recuerdos. Aun así, cierto sello conservador lucha por persistir, por mantenerse en la tempestuosa modernidad. En este barrio donde ‘la vida transcurre con lentitud las mañanas no tienen gracia’, así lo decía Manuel Mejía Vallejo en su primera novela: “Las mañanas de mi pueblo no tienen gracia alguna. Sin embargo, me gustan los amaneceres tranquilos de esta aldea. Las calles largas, solas, con la monotonía de los caminos quietos”. Aranjuez es esa mañana sosa, ese bocado simple, un libro que no termina, el tronco en donde las hojas crecen y mueren, pero no cambia. Cambia su exterior, no su esencia.
Cantaba Víctor Jara: “las casitas del barrio alto, con rejas y antejardín. Hay rosadas, verdecitas, blanquitas, (…) las casitas del barrio alto, todas hechas con recipol”. Casas que nos evocan viejos tiempos: amplios antejardines con árboles y flores que adornan el paso por la calle. Altas puertas y ventanas de madera que al abrirse parecen la bienvenida a un palacio, un templo, un lugar sagrado. Paredes de tapia, techos altos, habitaciones en galería y cocinas con baldosín de figuras crean una atmósfera rústica y tradicional.
Ese fue el barrio que Manuel de J. Álvarez, el ingeniero que compró las fincas para luego construir los barrios, pensó como un modelo de ingeniería y organización; en el trazado de sus calles, en la bella arquitectura de sus casas.
Alfonso, se olvidaron de ti…
Alfonso López Pumarejo, el expresidente colombiano por el liberalismo, fue testigo indiscutible de la dura época del conflicto del narcotráfico en Medellín. Pero él la vivió específicamente en el barrio Aranjuez, en el parque central, que lleva su nombre, donde tenía su estatua, su busto, su placa, pero nadie lo sabe, al menos casi nadie.
En el sector de San Nicolás se encuentra el parque de Aranjuez. Una manzana completa con bastante arborización, una fuente sucia, descuidada y una pequeña cancha.
Durante los años 80 y 90 solía haber un CAI –Centro de Atención Inmediata- ubicado allí. Pero los violentos no lo querían y sacaron con explosivos a los policías del parque. Volaron esa pequeña edificación, y con ella también la memoria de Alfonso en el parque.
Hoy en día el único recuerdo vigente de los visitantes de lo que alguna vez existió en ese parque es el CAI. No hubo un tal Alfonso, ya no es un referente, nadie sabe quién es. La violencia borró bellas memorias de lo que era el barrio y esos recuerdos fueron reemplazados por relatos violentos, con una pizca de miedo y desazón –como ocurrió en gran parte de la ciudad-.
Los jubilados del parque son los únicos que pueden contar esas historias. Ellos las relatan, pero ojo, no todos los días, ni todo el tiempo.
En la mañana hay más probabilidad que esas historias fluyan, con facilidad, con confianza. El aire ayuda, el rocío hace la conversación más amena, un cigarrillo desenvuelve las palabras a través del humo, un café indica las pausas y, a su vez, dan un momento para pensar, para recordar… En la tarde, con suerte se encontrará alguien que hable de las memorias que posee del lugar. Cuando el día se intensifica los temas también, y así se vuelven más rústicos, más ladrilludos y sin mayor relevancia. En la noche, bueno… es la noche. A nadie le importa. Algunos se la dedican a cristo y otros su propio cristo también, hasta la madrugada.
Floreció la colina para la ciudad
“En la memoria de quienes ocuparon alguna vez sus atestadas bancas tal vez permanezca aún el recuerdo tristón de amores fugaces a través de ventanillas, de idas a cine de barrio, de incómodos viajes a los pintorescos destinos de la época o de cientos de anécdotas que jamás serán contadas.” Así reza uno de los periódicos del barrio sobre las memorias del tranvía que alguna vez transitó por allí.
Se llamaba Aranjuez. El cajoncito de color rojizo y líneas amarillas circuló a partir de los años veinte y funcionó durante tres décadas más. Era cuando comenzaban los cambios en la ciudad y las zonas periféricas de pronto aparecían en la cartografía de Medellín.
El tranvía eléctrico fue un proceso urbanizador importante. Rodaba sobre 45 kilómetros de vías en la ciudad. Las líneas de La América, el Bosque y el Cementerio San Pedro fueron las primeras. Luego se extendió por el parque de Boston prologándose hasta Manrique y Aranjuez.
Así fue hasta 1951, cuando lo que era un moderno medio de transporte dejó de serlo. Sus cables desaparecieron, los rieles también, y fueron reemplazados por grandes obras para que los camiones, buses y automóviles pudieran moverse. Con el progreso los grandes terrenos con amplias fincas y ganado se iban pareciendo cada vez menos a una zona rural. Y esta, por supuesto, ya hacía parte de la ciudad.
La colina apartada, tranquila, con altas corrientes de aire y sin mucha población fue donde el maestro Pedro Nel Gómez decidió construir su casa. Pero luego se perfiló la ciudad y con ella sus grandes obras y estructuras. Llegaron los buses, los automóviles. Vino el Metro, después el Metroplús y los grandes puentes. Y Aranjuez cambió. Se transformaron sus calles, sus casas y también su gente. Más y más poblaban esta colina y construían residencias; primero, grandes casas, luego medianas y después pequeñas. Y como ya no cabían más hacia los lados comenzaron a construir hacia arriba –altos e imponentes edificios que parecen caerse encima del patrimonio, encima de las viejas casonas-. Aranjuez floreció como urbanización, pero lucha por permanecer como esa aldea de amaneceres tranquilos y camino quietos y monótonos en medio de la ciudad.