Por: María Alejandra Toro Betancur y Ana Victoria Espitia Zapata
A mediados de marzo de 2020 se puso a prueba la tecnología y todo lo que esta puede ofrecer, pues el mundo paró, y no porque así lo quisiera. El COVID-19 nos sacó de una zona social de confort y nos lanzó a una era tecnológica.
Los avances en la tecnología evidenciaban que la comunicación podía ser posible desde la distancia, pero lo que no conocíamos era si la educación podría llevarse 100% virtual. No siendo esto el único eje de cambio, volver a la presencialidad implicó un giro en la rutina, en la economía y en la forma de socializar.
Dos años después, podemos volver a pensar en compartir un aula de clase con nuestros colegas, recorrer los pasillos nuevos de la universidad y resignificar el cómo percibimos la educación, sacando provecho al popurrí de situaciones que re-aprendimos.
Nos enseñan que son suficientes 30 días para crear un hábito. Pero ¿en 30 días logramos adaptarnos a un cambio? ¿Estoy mal si no lo hago con dicha rapidez? ¿Alguien lo ha logrado en menos tiempo? Salir de una zona segura podría representar en una persona un cambio abismal; pero para otras, que se sumergen en un mundo de días diferentes, de principio a fin, parar y lograr una estabilidad significa un gran riesgo. Y como yo, muchos estábamos en una zona de confort, hasta que llegó la pandemia.
¿Cuánto tiempo necesité para adaptarme a la virtualidad?
Inicié mi primer semestre en la universidad con la idea de conocer el mundo, hacer amigos y futuros colegas que aportarán a la construcción de mi círculo social; y créanme que estaba funcionando… salía con más frecuencia de casa, compartía nuevas ideas y le presenté a mi familia unos cuantos amigos. Sin embargo, solo duró un mes y unos cuantos días. Recibí un mensaje “No nos veremos esta semana☹“ y detrás de este, un correo de la Universidad con una circular que decía “Regresaremos cuando pase la contingencia”.
Unos días en casa no le hacen daño a nadie; poder comer mientras veo al profesor explicar un tema, no bañarme y tampoco maquillarme cuando tengo una exposición importante, son cosas que hacen tentadora a la virtualidad; eso sí, todo esto está lejos de ser aceptado por la definición de responsabilidad. Pero, unos días no le hacen mal a nadie…
“Entrar a la universidad fue una montaña rusa, viví altibajos en la virtualidad, tiene sus ventajas, pero el dinamismo de la presencialidad me motiva”
El mundo se hizo más pequeño cuando pasaban los días y las salidas eran más limitadas, no se sabía cuando todo volvería a la “normalidad” ¿debíamos acostumbrarnos a convivir con los toques de queda?… Pasó un mes completo y no lograba encontrar un método de estudio estando en casa. Mis hermanos veían películas en la sala mientras mi profesor hablaba de economía y la olla a presión avisaba que pronto servirían el almuerzo. En casa nunca se pensó en tener una sala para estudiar, así que sentarme en mi cama y dar una repasada significaba quedarme dormida entre líneas.
Dos meses y luego tres… Cerré los ojos y ya empezaba un nuevo semestre que prometía trabajar con nuevas estrategias desde la virtualidad, y no fue hasta el tercer semestre de la pandemia cuando logré sentir afinidad por aprender a través de una pantalla. Tomé un horario que me permitió hacer pausas activas, elaboré un libro interactivo en Word para apuntar de manera más clara y coherente; y fue en este momento en el que me di cuenta todo lo que pude hacer en ese tiempo de reflexión en casa. El dinero que tenía destinado para casi dos años de pasajes, los ahorré y me compré una moto. Comí mejor, compartí con mi familia y entendí la importancia de ser quien busca el conocimiento.
“Lo más difícil del cambio es encontrar una nueva metodología de estudio, pasamos de tenerlo todo a la mano a trabajar la memoria y la recordación”
730 días para volver, para desaprender lo que antes conocíamos y adentrarnos a una nueva normalidad, para utilizar a la tecnología como herramienta didáctica que complemente la emoción que causa la presencialidad.