Por Manuela Granda Loaiza
Darío llegó a Medellín por un cuñado que trabajaba en la construcción de la Terminal del Sur y le dijo que en la ciudad podía conseguir trabajo. Darío, un hombre de campo, creció en Betania, en una finca rodeada de montañas que le permitían avizorar los más poéticos paisajes. Cuando llegó a Medellín no consiguió trabajo en la Terminal, pero sí en el Jardín Botánico, y fue encargado de la sección de plantas medicinales y aromáticas.
Darío llegó a Medellín por un cuñado que trabajaba en la construcción de la Terminal del Sur y le dijo que en la ciudad podía conseguir trabajo. Darío, un hombre de campo, creció en Betania, en una finca rodeada de montañas que le permitían avizorar los más poéticos paisajes. Cuando llegó a Medellín no consiguió trabajo en la Terminal, pero sí en el Jardín Botánico, y fue encargado de la sección de plantas medicinales y aromáticas.
Ese día estaba tumbado en una silla en una casa vieja, estilo colonial, que aún permanece en el Jardín Botánico de Medellín, desde su construcción. Las paredes, entre amarillas y verdes, cubiertas con un moho corrosivo, hongos y tierra. Las tejas parecieran pudrirse, no conservan el color natural del barro, sino que dan cuenta de las tempestades que han pasado, de la constante lucha de la naturaleza y las construcciones artificiales. Las plantas apoderándose de los ladrillos, las enredaderas empeñadas en cubrir las ventanas; y el aire, el agua y la tierra encargados de deteriorar la madera de la puerta. El suelo que antes era de asfalto ahora está cubierto de tierra. Y cuando llamé fuerte, desde la entrada, para anunciar mi llegada, un hombre pequeño de aproximadamente 1,50 metros de altura se asomó. Su uniforme, definitorio de su profesión estaba manchado de tierra, y en la parte de atrás, pendiendo del cinturón estaba su machete y unas tijeras podadoras.
Darío tiene ojos azules, y unas cejas pobladas y blancas. Debajo de la gorra se observan unos cabellos igual de blancos. La vejez le ha llegado mientras siembra plantas y toma mejunjes.
Desde 1994 es jardinero en el Jardín Botánico de Medellín. Encargado de las plantas medicinales y aromáticas, su oficio termina por ser casi de yerbatero y curandero. Su acervo en botánica le ha permitido adquirir conocimientos sobre las plantas, que son utilizadas para hacer brebajes, bebidas y finalmente curar.
Él mismo da cuenta de multiplicidad de plantas que han servido para curarlo. Desde el día en que estuvo a punto de perder el hígado de tanto tomar aguardiente, hasta los dolores contraídos como síntoma de la vejez. Según él, todo se lo han curado las plantas.
-Si a la naturaleza se le agradece por darnos los alimentos, con mayor razón hay que agradecerle la forma en que nos cura de los males.
Comienza a llover, y para no mojarnos nos trasladamos a un espacio donde confluyen árboles grandes y viejos. Sus grande ramas y hojas nos cubren, y Darío continúa hablando mientras me enseña –su jardín-.
El oficio de jardinero da cuenta de una labor que termina por convertirse casi que, en una práctica esotérica, -para quien convive con plantas medicinales- pues, para que la planta haga el efecto curativo en el cuerpo requiere fe de parte del que la toma y amor por parte del que siembra; para que las plantas puedan crecer y florecer hay que hablarles todos los días. ¡Eso tiene su misterio!, asevera el jardinero, y procede a darme tres ramas de singamochila, especial para el colon, los riñones, los cálculos y otros padecimientos más.
Me alejo, despidiéndome con la mano alzada. Él se queda en la puerta, así como lo encontré, me hace un gesto con su mano pequeña y arrugada.
El jardinero y las mariposas
Cuando llegué Bertulfo estaba contemplativo. La zona de los jardineros estaba empantanada, el cielo se tornaba gris, y los rayos del sol se diluían cada vez más, tornando el día frío y lluvioso.
Bertulfo sonrió. Y su cara arrugada se estremeció cuando intentó sonreír. Se asomaron unos dientes amarillentos. De su cabeza medio calva solo salían a relucir unos cuantos pelos cortos y grises.
Tenía las uñas negras por la tierra adherida a su cutícula. Sus manos callosas, resecas y blancas. La ropa curtida, sucia. Y el lodo recubría más de la mitad de las botas.
Cuando era pequeño, Bertulfo vivía en el campo. Sus abuelos le enseñaron a arar la tierra, cultivar, sembrar y cosechar café, papá, yuca. Las flores, fueron una de sus más grandes aficiones. Criado en una finca aprendió el oficio de jardinero. Sus años de infancia y adolescencia los pasó en el campo. Al igual que muchos campesinos colombianos produciendo para alimentarse y sobretodo con un amor desmesurado por la tierra que al sembrarle una semilla y ser paciente unos días luego le permite comer.
Al llegar del pueblo, y conseguir trabajo en el Jardín Botánico se dedicó a sembrar, más adelante, no solo sembraría, sino que sería el encargado del mariposario.
Cuando Bertulfo, habla acerca de las mariposas, sus ojos se encharcan y sus parpados arrugados miran hacia el suelo. Intentando reposar la mirada en el piso para traer a colación las experiencias que las mariposas le han permitido vivir. Pareciera que su alma se insuflara de alegría y los dientes amarillentos desaparecen para darle paso a unos labios que se cierran, mientras él permanece en silencio.
Luego comienza a hablar nuevamente.
–Cada especie de mariposa, requiere una planta particular, yo cuidaba a muchas especies, pero principalmente a la mariposa monarca, esa especie cuyas alas son naranjas y negras con puntos blancos. Es una mariposa migratoria y solo pone sus larvas en la planta asclepia. La mariposa vuelva y vuela, hasta que escoge su planta, allí reposa y deja sus larvas. Las mariposas que nacen en primavera solo viven cuatro semanas, las demás puedan vivir hasta seis meses.
Cuando llegué al Jardín Botánico comencé a sembrar plantas y decorar jardines, luego comencé en el mariposario y ha sido de las labores que más he disfrutado. La naturaleza suele actuar en silencio, pero es sorprende los cambios que sufre. Pareciera que todo está tranquilo, como es habitualmente y un día normal ya ves cientos de mariposas volando, ¡Es sorprendente!
Si siembras una semilla luego tienes un árbol que te da frutos, te alimenta y da vida. Alrededor están las asclepias. Luego observas como llega la mariposa y deja la larva. El proceso de incubación dura unos días. Ponen huevos y yo paso todos los días a verla hasta que nacen unas larvas. Larvas pequeñas que después se convierten en hermosas mariposas.
La mariposa monarca vive cuatro días como huevo, dos semanas como oruga, 10 días como crisálida y de 2 a seis semanas como mariposa. Y requieren, para poner sus larvas la asclepia. Sin asclepias no podrían existir estas mariposas-.
Sus manos arrugadas pasan por su cabeza, se rasca, contempla las plantas, habla de las mariposas. Sin dejar de mencionar que, aunque ame a su familia disfruta más su trabajo y rodearse de plantas y animales alejándose de la ciudad y el barullo. Luego se marchó por el camino empantanado mirando hacia el suelo
Una forma de traer a colación los recuerdos de los abuelos es mantenerlos en la memoria por medio de los elementos que aun encarnan sus aficiones, su amor por la tierra, las plantas, las flores, los árboles. Mantener en la memoria a quienes han dejado una huelle inexorable que no se borra en 75 años de vida.
El Jardín de Palmas
Nuestros ancestros viajaban por Antioquia en burro por carreteras destapadas. En mi caso, eran mis abuelos. Intentando trasladarse de un pueblo a otro, recorrían grandes distancias. Se demoraban días en las carreteras, con sus pertenecías al hombro, a través de caminos empatados y cuidando que los burros estuvieran a salvo en medio del lodo.
Ellos se transportaban con una palma grande, de hojas gruesas. Su nombre es palma del viajero. Esa es una de las palmas que más me gustan y se encuentran acá en el Jardín Botánico. Los viajes se transportaban con ellas porque les permitía calmar la sed. Esta planta, es majestuosa. Muy grande, y sus hojas dan la forma de abanico, su clima predilecto es el tropical. Y la razón por la cual calmaba la sed de mis abuelos, es porque tiene agua en su interior. La base de sus hojas, acumulan agua, así que, en temporadas de sequía, cuando se acababan los víveres se abría y esta permitía que las personas calmaran la sed.
La naturaleza siempre nos provee, no solo alimentos, oxígeno y belleza, en ese caso agua.
Cuando Jaime llegó al Jardín por primera vez, sembró muchas palmeras, su zona, en el Jardín Botánico es el Jardín de las palmas. Se encarga de cuidarlas, preparar el terreno, hacer mantenimiento a sus alrededores para que permanezcan fuertes y ser constante con ellas.
Cuando llegué al Jardín Botánico sembré las palmas, y hoy, diez años después me agradecen creciendo. Se han consolidado como palmeras grandes, frondosas y fuertes. Algunas son exóticas como la Bismarkcia, son sus hojas grises y puntiagudas.
Jaime, se llena de euforia, y su voz identitaria de comediante lo podrían hacer pasar hasta por cuentero. Cuando habla sobre plantas, gesticula, abre las manos y se agitan sus gafas, tras los movimientos bruscos que ejecuta.
Su comicidad es particular, y su afabilidad y nobleza lo hacen ser un hombre enternecedor, y carismático. Llegó a pedir trabajo al jardín botánico con cinco mil pesos en el bolsillo, de tenis, y con una hoja de vida. No pensó que pudiera ocurrir, pero lo pusieron a trabajar inmediatamente. Como ese día no esperaba comenzar a laborar el jefe lo invito a almorzar y le regalo cincuenta mil pesos para que pagara los pasajes durante esos días.
Los tres jardineros
Aproximadamente a las 4:20 de la tarde, los jardineros Bertulfo, Darío y Jaime, llegaron al vestidero, se dispusieron a contar un par de chistes, y procedieron a organizarse. El único que no se quitó el uniforme de jardinero, fue Darío. Ya acostumbrado a vivir entre plantas e insectos se siente cómodo con su uniforme, lo ha adoptado como parte de sí.
Sus días entre plantas lo hacen sentir maravillado, pero sobretodo expectante ante la existencia. Los seres humanos, ante la magnificencia de la naturaleza son minúsculos y comunes. No ejecutan acciones extraordinarias como las palmeras, que pueden darle de beber a otro mientras llevan agua por dentro, frenar la vejez, ni ser curativos ante las enfermedades. No vuelan esplendorosamente mientras agitan las alas coloridas y agiles. Ni hacen crecer de sí mismas protuberancias exóticas y atractivas como las flores.
Ante la excelsitud, de la tierra llevarla en el uniforme es la mejor manera de sentir uno más, uno más de la naturaleza y no del simple ser humano común.