La rutina del silencio: trabajadores que conviven con la muerte

La rutina del silencio: trabajadores que conviven con la muerte

Entre protocolos y despedidas, la muerte acompaña su labor diaria.

28 de noviembre, 2025

Por: Sara Ramos RíosLaura Jaramillo Sanmartín, Nataly Bustamante MesaAlison Gutiérrez Álzate

Antes de entrar a la funeraria, Daniel Chávez, administrador de servicios fúnebres, pensaba que la muerte era algo lejano, un asunto de otros. Hoy la ve todos los días. Dice que el choque fue fuerte, pero también una lección: “Uno aprende a valorar un poquito más la vida”. Con el paso del tiempo, la muerte deja de provocar temor y se vuelve parte de la cotidianidad.

La muerte no grita ni sorprende. Llega anunciada por una llamada, se recibe con un formulario y se acompaña con un protocolo. Lo que para muchos representa un acontecimiento doloroso, para quienes trabajan en este entorno se transforma en una labor que no se detiene, porque el servicio a las familias debe continuar.

“Uno normaliza los servicios —dice Chávez—, los hace parte del día a día. No es que uno pierda el respeto, pero se convive tanto con eso que ya se vuelve normal”. En esa normalización aparece una paradoja: quienes más conviven con la muerte son también quienes aprenden nuevas formas de valorar la vida.

​Esa línea entre profesionalismo y humanidad la vive Nereida Flores, directora de cortejo, describe su labor como un ejercicio de moderación, de acompañar a las familias “en uno de los momentos más vulnerables de la vida”. El cortejo exige empatía, pero también la capacidad de mantener el control emocional. “No se trata de sentir lo mismo que la familia —explica—, sino de estar presentes con respeto y comprensión”. Por el desgaste emocional que implica en las funerarias, implementan estrategias de apoyo para sus empleados, como acompañamiento psicológico, espacios de descarga emocional y supervisión constante para evitar la sobreexposición al dolor ajeno.

El primer contacto con la muerte

Para Nelson Cuartas, conductor encargado de los traslados, el impacto inicial del oficio se alivió gracias a la calma de sus compañeros: “La tranquilidad que ellos tenían me la transmitieron, y así aprendí a manejar todas las situaciones”, cuenta. Su labor implica enfrentar reacciones muy distintas entre familias: “Unas son groseras, otras muy calmadas; cada caso es diferente”. Entre sus experiencias, recuerda especialmente el traslado de un niño que cayó a una quebrada: “Ver a todos los compañeritos llorando en la misa fue muy duro; eso me marcó”.

Aunque lleva años en el oficio, asegura que la muerte nunca se normaliza del todo: “Cuando es un familiar de uno, la muerte se siente diferente. A eso no lo preparan a uno”.

Cada ser querido que parte conserva una historia. La tanatóloga Elizabeth Artunduaga no solo trabaja con quienes ya no están, sino con lo que queda de la presencia. Antes de comenzar, realiza un ritual: “Antes de tocarlo, hago una oración. Le hablo, lo saludo, le digo buenas tardes y le doy la bienvenida”.

Este gesto encierra una ética profunda: devolver la dignidad, restaurar la apariencia del ser querido y ofrecer a la familia una última imagen que consuele. “Ellos llegan con huellas de sufrimiento, de enfermedad. Mi tarea es conservarlos con respeto, que la familia los vea y reconozca a su ser amado”. En un entorno donde la muerte se vuelve técnica, la tanatología devuelve humanidad, cuidado y amor.

El criminalista enfrenta realidades distintas: muertes violentas, cuerpos en descomposición, escenas que pueden quebrar a cualquiera. “Aquí hay que saber manejar las emociones, no tomar nada personal —dice—. Tampoco se puede sufrir de miedos ni dejarse impactar por las imágenes”. Su trabajo exige una disciplina emocional que protege, pero también aísla. En ese autocontrol aparece un mecanismo evidente de normalización: el desapego emocional como forma de resistencia ante la dureza del oficio.

​En instituciones como la Fiscalía, la muerte se convierte en un número más entre documentos. César Lizarazo lo resume así: “No en todos los casos hay verdad y justicia, y cuando no se llega ahí, el proceso se vuelve un número más en una base de datos”. Su relato muestra el rostro más administrativo de la muerte: la que deja de doler porque se archiva, lo que pierde humanidad cuando se incorpora a un expediente.

De ritual comunitario al trámite urbano

La experiencia de estos trabajadores refleja una transformación social más amplia. En la modernidad, la muerte se ha desplazado del hogar a las instituciones: se gestiona, se medicaliza y se oculta. Mientras en comunidades afrocolombianas del Pacífico el fallecimiento convoca cantos, rezos y acompañamiento colectivo porque la muerte no se entiende como una ruptura definitiva, en las ciudades el duelo se privatiza y se guarda en silencio. En esos territorios, como han señalado investigadoras que han trabajado con rituales fúnebres afro, el funeral es una despedida que afirma continuidad: se canta para que el espíritu no camine solo y para recordar que el vínculo no termina con el último aliento.

​En Bogotá, otros rituales persisten a pesar del cemento y la prisa. En el Cementerio Central, por ejemplo, se mantienen prácticas que buscan sostener la relación con quienes ya no están: flores, cartas, velas y visitas que funcionan como puentes entre los vivos y los muertos. Aun dentro de la ciudad, hay quienes se resisten a la idea de que la muerte solo es ausencia.

​En el entorno urbano actual, la muerte se vuelve trámite, y las funerarias se convierten en el escenario del adiós: lugares donde la ausencia se organiza con eficiencia. En medio del olor a desinfectante, los funcionarios fúnebres han aprendido a convivir con la muerte sin dejarse consumir por ella. Algunos desde la fe, otros desde la técnica o el autocontrol emocional. Todos, de algún modo, han tenido que construir su propia relación con el final. La muerte es parte de la vida, y mirarla de frente puede ser también una forma de honrarla.

​En Plenitud Protección comprendemos que cada despedida es única. Nuestros colaboradores viven esta labor con profundo respeto, sensibilidad y profesionalismo, recordando que detrás de cada servicio hay una historia, un vínculo y una familia que merece ser acompañada con dignidad.

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